sábado, 13 de septiembre de 2014

La Casa de Hades Capitulo VIII Annabeth

La Casa de Hades Capitulo VIII Annabeth

Sólo habían recorrido unas cuantas yardas cuando Annabeth escuchó unas voces.

Annabeth caminaba trabajosamente, media entumecida, intentando formar un plan. Desde que ella era una hija de Atenea, los planes se suponían que eran su especialidad, pero era difícil hacer estrategias con tu estómago gruñendo y tu garganta ardiendo. 

La ardiente agua del Flegelonte la curó y le dio fuerzas, pero no hizo nada con el hambre o la sed. El río no era para hacerte sentir bien, Annabeth adivinó. Sólo te hace proseguir para que puedas experimentar un dolor cada vez más insoportable.
Su cabeza comenzó a caer con cansancio. Después, ella las oyó –voces femeninas teniendo un tipo de discusión– y se puso inmediatamente alerta.
Ella susurró.
–Percy, ¡abajo!
Ella lo empujó hacia la piedra más cercana, empujándolo tan fuerte contra la orilla del río que los zapatos de Annabeth casi tocaban el fuego del río. En el otro lado, por un camino estrecho entre el río y los acantilados, unas voces gruñían, cada vez más fuerte conforme se acercaban desde río arriba. 

Annabeth trató de detener su respiración. Las voces eran vagamente humanas, pero eso no significaba nada. Ella asumió que lo que sea que estuviese en el Tártaro era su enemigo. Ella no sabía cómo era que los monstruos no los habían detectado todavía. Además, los monstruos podían oler semidioses–especialmente a los más poderosos como Percy, hijo de Poseidón. Annabeth dudó que el esconderse detrás de una roca les haría algún bien cuando los monstruos detectaran su olor.

Aun así, conforme los monstruos se fueron acercando, sus voces no cambiaron en tono. Sus pisadas desiguales– scrap, clump, scrap, clump– no se aceleraron.

– ¿Pronto? –uno de ellos preguntó en una voz rasposa, como si hubiese estado haciendo gárgaras en el Flegelonte.
– ¡Oh, por los dioses! –dijo otra voz. Esta sonaba más joven y mucho más humana, como una chica mortal adolescente hecha enojar por uno de sus amigos en el centro comercial. Por alguna razón, ella le pareció familiar a Annabeth–. ¡Ustedes, son realmente molestos! Les dije, es como en tres días desde hoy.
Percy tomó la muñeca de Annabeth. Él miró hacia ella con un tono alarmado, como si reconociese la voz de la chica del mal.

Hubo un coro de gruñidos y quejas. Las criaturas–quizá media docena, Annabeth estimó– habían parado justo en el otro lado de la piedra, pero aún no habían dado ninguna señal de detectar su olor a semidioses. Annabeth se preguntó si los semidioses no huelen igual en el Tártaro, o si otros olores allí eran tan poderosos que escondían el aura de un semidiós.

–Me pregunto–dijo la tercera voz, grave y vieja, como la primera–. Si acaso tú no conoces el camino, jovenzuelo.
–Oh, cierra los colmillos, Seréfone–dijo la chica de centro comercial–. ¿Cuándo fue la última vez que escapaste hacia el mundo mortal? Yo estuve ahí hace un par de años. ¡Conozco el camino! Además, entiendo a lo que nos enfrentaremos ahí. ¡Ustedes no tienen idea!
–¡La Madre Tierra no te hizo la jefa! – chilló una cuarta voz.
Surgieron más siseos, forcejeos y gemidos salvajes– como gatos callejeros gigantes peleándose. Al final, uno al que habían llamado Seréfone gritó:
–¡Basta!

Los forcejeos pararon.
–La seguiremos por ahora–dijo Seréfone–. Pero si no nos guías bien, si descubrimos que tú nos mentiste acerca de la llamada de Gea…
–¡Yo no miento! –gritó la chica de centro comercial–. Creánme me, tengo una muy buena razón para entrar en esta batalla. Tengo algunos enemigos qué devorar, y ustedes beberán de la sangre de los héroes. Sólo déjenme un bocado especial– a Percy Jackson.

Annabeth calló un pequeño gruñido suyo. Ella se olvidó de sus miedos. Ella quiso saltar encima de la roca, rebanar a los monstruos y convertirlos en polvo con su cuchillo… Excepto por el hecho de que ella ya no lo tenía.
–Créeme–dijo la chica de centro comercial–. Gea nos llamó, y tendremos mucha diversión. Antes de que la guerra termine, los mortales y los semidioses temblarán al oír mi nombre – ¡Kelli!
Annabeth casi soltó un gañido. Ella miró a Percy. Aún sobre la luz roja del Flegelonte, su cara parecía de cera.
–Empusas–ella murmuró. Vampiras–.

Percy asintió sombríamente.
Ella recordaba a Kelli. Hace dos años, en la orientación de novato de Percy, él y su amiga Rachel Dare habían sido atacados por empusas disfrazadas como animadoras. Una de ellas se llamaba Kelli. Después, la misma empusa los atacó en el taller de Dédalo. Annabeth la había apuñalado en la espalda y la envío aquí… aquí. Al Tártaro.

Las criaturas arrastraban sus pies, con sus voces haciéndose cada vez más débiles. Annabeth trepó a la cima de la piedra y echó un peligroso vistazo. Efectivamente, cinco mujeres se tambaleaban en piernas desiguales – bronce mecánico en la izquierda y en la derecha una pierna lanuda con pezuñas.
Su cabello estaba hecho de fuego, su piel era blanca como los huesos. Las mayoría de ellos llevaban vestidos andrajosos de la Antigua Grecia, excepto por su líder, Kelli, quien vestía una blusa quemada y desgarrada con una falda plisada… Su vestido de animadora.

Annabeth hizo rechinar sus dientes. Ella había enfrentado a muchos monstruos malvados en años anteriores, pero ella odiaba a las empusas más que a la mayoría.
Además de sus asquerosas garras y colmillos, tenían una poderosa habilidad para manipular la Niebla. Podían cambiar de forma y convencer mágicamente con sus palabras, engañando a los mortales, haciéndolos bajar la guardia. Los hombres eran especialmente susceptibles. La táctica favorita de las empusas era hacer a un hombre enamorarse de ellas, después beber su sangre y devorar su carne. Lo cual, no es una gran primera cita.

Kelli casi mató a Percy. Ella había manipulado al más viejo amigo de Annabeth, Luke, haciéndolo cometer obras cada vez más y más oscuras en el nombre de Cronos.
Annabeth realmente deseaba el poder tener su daga.
Percy se alzó.

–Se dirigen a las Puertas de la Muerte–él murmuró–. ¿Sabes lo que significa?
Annabeth no quería pensar en ello, pero tristemente este escuadrón de horrorosas chicas-come-carne eran la cosa más cercana a tener suerte que ellos tendrían en el Tártaro.
–Sí–ella dijo–. Tenemos que seguirlos

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