sábado, 13 de septiembre de 2014

La Casa de Hades Capitulo IX Leo

La Casa de Hades Capitulo IX Leo

Leo pasó toda la noche peleando con una Atenea de cuarenta pies de altura.
Desde que habían traído la estatua a borde, Leo había estado obsesionado en descubrir cómo funcionaba. Él estaba seguro de que tenía poderes de primera. Tenía que haber algún interruptor o placa de presión o algo.

Él tendría que estar dormido, pero no podía. Él pasaba horas caminando sobre la estatua, que abarcaba la mayor parte de la cubierta inferior. Los pies de Atenea se atoraron en la enfermería así que tenías que estrujar sus pies de marfil si es que querías conseguir unos analgésicos. Su cuerpo era del tamaño de un muelle portuario, su alargada mano pasaba por el cuarto de máquinas, ofreciendo la figura de Niké a tamaño real que estaba en su palma, como diciendo “Por aquí, ¡ten algo de Victoria! 

La serena cara de Atenea abarcaba la mayor parte de los establos de los pegasos, que afortunadamente estaban desocupados. Si Leo fuese un caballo mágico, no le gustaría vivir en un establo con una diosa de gran tamaño mirándolo.
La estatua encajada firmemente en el corredor, para que Leo pudiese trepar hacia arriba y sostenerse con sus extremidades, buscando palancas y botones.
Como de costumbre, no encontró nada.

Él había hecho investigaciones de la estatua. Él sabía que estaba hecha con una estructura de madera hueca cubierta con marfil y oro, lo que explicaba por qué era tan ligera. Estaba en muy buena forma, considerando que era de más de dos mil años de antigüedad y había sido saqueada de Atenas, llevada a Roma y había sido secretamente guardada en una caverna de una araña por más de dos milenos. La magia debió de haberla dejado intacta, Leo descubrió, combinado con una muy buena artesanía.

Annabeth había dicho… Bien, él trató de no pensar en Annabeth. Él aún se sentía culpable porque Percy y ella habían caído al Tártaro. Leo sabía que era su culpa. Él debió tener a todos a salvo a bordo del Argo II antes de asegurar la estatua. Él debería de haberse dado cuenta que el piso de la caverna era inestable.

Aun así, culparse no iba a traer de vuelta a Percy y Annabeth. Tenía que concentrarse en arreglar los problemas que él podía arreglar.

Como sea, Annabeth había dicho que la estatua era la clave para derrotar a Gea. Podía sanar la rivalidad entre los semidioses griegos y los romanos. Leo se dio cuenta de que tenía que tener algo más que sólo simbolismo. Quizá los ojos de Atenea disparaban láseres, o la serpiente detrás de ella podía escupir veneno. O quizás la pequeña figura de Niké vendría a la vida con movimientos ninja.

Leo pensó en todas las cosas divertidas que haría esa estatua si él la hubiese diseñado, pero cada vez que la examinaba más, más se frustraba. La Atenea Pártenos irradiaba magia. Aún él podía sentir eso. Pero no parecía hacer nada además de lucir impactante.

La nave se inclinó hacia un lado, haciendo maniobras evasivas. Leo resistió el deseo de correr al timón. Jasón, Piper y Frank estaban a cargo con Hazel ahora. Ellos podían manejar lo que sea que estuviese pasando. Además, Hazel había insistido en guiarlos hacia el pasadizo secreto que la diosa de la magia le mencionó.

Leo esperaba que Hazel estuviese en lo correcto acerca del desvío del norte. Él no confiaba en esta Hécate. Él no veía el por qué una diosa tenebrosa los ayudara repentinamente.
Por supuesto, él no creía en general en la magia. Por eso es que tenía tantos problemas con la Atenea Pártenos. No tenía partes movibles. Lo que sea que hiciese, aparentemente era operado por hechicería… Y Leo no apreciaba eso. Él quería que tuviese sentido, como una máquina.

Finalmente, él quedó muy agotado como para pensar bien. Se acurrucó con una manta en el cuarto de máquinas y escuchó el tranquilizador sonido de los generadores. Buford, la mesa mecánica se sentó en la esquina, en modo de reposo, haciendo pequeños ronquidos vaporosos: Shhhh, pfft, shh, pfft.
A Leo le gustaban las habitaciones, pero él se sentía a salvo aquí, en el corazón del barco –en un cuarto lleno de mecanismos que él sabía controlar. Además, quizá si pasaba más tiempo cerca de la Atenea Pártenos, él podría adentrarse en sus secretos.

–O tú o yo, Gran Señora–él murmuró mientras jalaba su manta hacia su barbilla–. Vas a cooperar con nosotros a su tiempo.
Él cerró sus ojos y durmió. Desafortunadamente, eso lo hizo tener sueños.

Él estaba corriendo por su vida en el viejo taller de su madre, donde murió en un incendio cuando Leo tenía ocho.
Él no estaba seguro qué cosa lo perseguía, pero lo sentía acercarse rápido–algo largo y oscuro, lleno de odio.
Él se tropezó con los banquillos de trabajo, tiró las cajas de herramientas y se tropezó con los cables eléctricos. Él vio la salida y corrió hacia ella, pero una figura apareció en frente de él– una mujer vestida con un remolino de tierra seca, con su cara cubierta en un velo de polvo.
“¿Adónde vas, pequeño héroe?” Gea preguntó. “Quédate y conoce a mi hijo favorito”.
Leo se lanzó hacia la izquierda, pero la risa de la Diosa de la Tierra lo siguió.
La noche que tu madre murió, te lo advertí. Te dije que las Moiras no me habían permitido matarte en ese entonces. Pero ahora has trazado tu camino. Tu muerte está cerca, Leo Valdez.

Él corrió hacia el restirador – el viejo lugar de trabajo de su madre. La pared detrás de él estaba decorada con los dibujos de crayón de Leo. Él sollozó en desesperación y se volteó, la cosa que lo perseguía estaba a la mitad de su camino – una cosa colosal envuelta en sombras, con su figura vagamente humanoide, con su cabeza casi raspando el techo, unos veinte pies arriba.

Las manos de Leo sacaron llamas. Él se las lanzó al gigante, pero la oscuridad consumió su fuego. Leo tomó su cinturón de herramientas. Los bolsillos estaban cosidos y cerrados. Él intentó hablar – para decir algo que pudiese salvar su vida– pero no pudo hacer ningún sonido, como si el aire hubiera sido robado de sus pulmones.
“Mi hijo no permitirá ningún incendio esta noche” dijo Gea desde el interior del almacén. “Él es el vacío que consume toda magia, el silencio que consume todo el habla.”
Leo quiso gritar: ¡Y yo soy el chico que escapará de aquí!

Su voz no funcionó, así que usó sus pies. Se lanzó hacia la derecha, cayendo bajo las tenaces y sombreadas manos del gigante, y abrió la siguiente puerta.
De repente, se halló en el Campamento Mestizo, excepto porque el campamento estaba en ruinas. Las cabañas eran troncos quemados. Los campos quemados humeaban a la luz de la luna. El comedor se había colapsado a una pila de escombros blancos, y la Casa Grande estaba en llamas, con sus ventanas brillando como ojos demoníacos.
Leo siguió corriendo, seguro de que el gigante de las sombras aún estaba tras él.

Él pasó a través de cuerpos de semidioses romanos y griegos. Él quería checar si seguían vivos. Quería ayudarlos. Pero de alguna manera, sabía que se le agotaba el tiempo. Él trotó hacia las únicas personas vivas que vio– un grupo de romanos, parados en la cancha de volleyball. Dos centuriones se inclinaron sobre sus jabalinas, hablando con un chico alto y rubio en una toga púrpura. Leo tropezó. 

Era ese maldito Octavian, el augurio del Campamento Júpiter, quien siempre había pedido guerra.
Octavian vino para enfrentarlo, pero parecía en trance. Sus facciones estaban relajadas y tenía los ojos cerrados. Cuando habló, fue con la voz de Gea: Esto no puede ser prevenido. Los romanos se mueven hacia el Este en dirección a Nueva York. Ellos avanzan hacia tu campamento y nadie podrá detenerlos.

Leo se tentó a golpear a Octavian en la cara. Pero en vez de eso, siguió corriendo. Subió la Colina Mestiza. En la cima, un rayo había convertido en astillas al gran pino.
Leo se detuvo. La parte posterior de las montañas había desaparecido. A lo lejos, el mundo entero se había ido. Leo no veía nada más que nube debajo de él– una alfombra de plata bajo un cielo oscuro.
Una voz fuerte dijo:
– ¿Bien?
Leo se estremeció. Por el árbol destrozado, una mujer se arrodilló hacia una entrada de una cueva, que se había abierto a través de las raíces de los árboles.
Esa mujer no era Gea. Ella parecía más una Atenea Pártenos viviente, con las mismas ropas doradas y los brazos desnudos de marfil. Cuando se alzó, Leo casi cayó de la cima del mundo.

Su cara era regiamente hermosa, con altos pómulos, ojos largos y oscuros, con trenzado color regaliz y el cabello recogido en un peinado griego lujoso, con una espiral de esmeraldas y diamantes, por lo que le recordaba a Leo a un árbol de navidad. Su expresión irradiaba puro odio. Con su labio curvado y con su nariz rugosa.

–El hijo del dios de los inventores–ella se burló con desprecio–. No eres ninguna amenaza, pero supongo que mi venganza tiene que empezar en algún lado. Toma tu decisión.
Leo intentó hablar, pero estaba a punto de sacarse su piel del pánico. Entre la reina del odio y el gigante persiguiéndolo, no tenía idea de qué hacer.
–Él estará aquí pronto–advirtió la mujer–. Mi oscuro amigo no te dará el lujo de elegir. ¡Es la caverna o el acantilado, chico!
De repente, Leo entendió a lo que se refería. Él estaba preocupado. Él podía brincar del precipicio, pero eso sería suicidio. Aún si hubiera tierra debajo de esas nubes, él moriría en la caída o podía quedarse cayendo para siempre.

Pero la caverna… Él miró la entrada entre las raíces. Olía a putrefacción y muerte. Él oía cuerpos arrastrándose allí dentro, voces susurrando en las sombras. La caverna era la casa de los muertos. Si él bajaba por ahí, jamás volvería.

–Sí–dijo la mujer. Alrededor de su cuello, colgaba un extraño pendiente de bronce y esmeralda, como un laberinto circular. Sus ojos estaban tan enojados que Leo entendió por qué “furioso” era un sinónimo de “loco”. Esta señorita se había dejado llevar por el odio –. La Casa de Hades los aguarda. Tú serás el primer roedor en morir en mi laberinto. Sólo tienes una oportunidad para escapar, Leo Valdez. Tómala.
Ella señaló hacia el acantilado.
–Estás loca-él dijo–.
Eso fue lo peor que podía haber dicho. Ella tomó su muñeca.
– ¿Debería matarte ahora, antes de que mi oscuro amigo llegue, quizás?
Unos pasos hacían vibrar la colina. El gigante venía, envuelto en sombras, grande y pesado y concentrado en matar.

–¿Has oído hablar de morir en un sueño, chico? –Preguntó la mujer–. Es posible, ¡en las manos de una hechicera!
De las manos de Leo comenzó a brotar humo. El tocar de la mujer era ácido. Intentó liberarse. Pero su agarre era como de metal.
Él abrió su boca para gritar. La enorme sombra del gigante se acercaba hacia él, oscurecido por capas de humo negro. El gigante levantó su puño y una voz cortó el sueño.

– ¡Leo! –Era Jason sacudiéndole el hombro–. Oye, hombre, ¿estás abrazando a Niké?
Los ojos de Leo se abrieron. Sus brazos estaban amarrados a la estatua en tamaño real de la mano de Atenea. Él debió de haberse caído en sus sueños. Se abrazó de la diosa de la victoria como solía abrazarse de su almohada cuando tenía pesadillas de niño (Eso debió de haber sido tan vergonzoso en las casas hogar).


Él se soltó a sí mismo, se sentó y se frotó la cara.
–Nada–él murmuró–. Sólo nos abrazábamos. ¿Qué está pasando?
Jason no se burló. Eso era algo que Leo apreciaba de su amigo. Los ojos azules de Jason eran uniformes y serios. La pequeña cicatriz de sus labios se torció como cada vez que iba a compartir una mala noticia.

–Logramos pasar por las montañas–él dijo–. Casi llegamos a Boloña. Deberías unírtenos en el comedor. Nico tiene nueva información.

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